Ciudad de barro
Cuando tiran un edificio, se ven los muros del de al lado, como sucede en la calle de la Platería (que no Platerías, aunque este error ya parece inamovible de la mente de los vallisoletanos). Y fijándonos un poco en la abundancia del material de color marrón clarito, podemos concluir, por extensión, que una gran parte de nuestro centro histórico está hecho de barro. O de tierra, como suele llamarse en los textos especializados. No hay más que repasar en los archivos los proyectos de construcción que se realizaban en nuestro país hasta los años 50 para ser conscientes de que la arquitectura de tierra ha abandonado las ciudades hace bien poco. Los adobes, fáciles de hacer, baratos y excelente aislante térmico y acústico, se utilizaban principalmente para los muros medianeros y para los tabiques (con entramado de madera), y en ocasiones también para las fachadas, revocándose con cales y yesos, aunque el ladrillo cocido los desplazó en los lugares donde había hornos preparados para tal función. Algo menos se empleó la tapia, que necesita de más medios auxiliares (unos encofrados grandes, llamados tapiales) y es menos flexible para adaptarse a los recovecos. Pues bien, el desarrollismo, con su cemento, hormigón y ladrillo industrial, transformó lo que era un material funcional y barato en un material de pobres y atrasados, y lo postergó al medio rural, de donde casi llegó también a desaparecer. Afortunadamente, van surgiendo de nuevo, poco a poco, los productores y constructores de barro, aunque seguro que no los veremos jamás trabajando en Valladolid, como hicieron durante siglos sus predecesores.